Cómo cambiar tu vida con Proust (How Proust can change your life -1997-)

“La belleza de un cuadro no depende de las cosas que contenga.”

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¿Qué contiene?

Un ameno ensayo sobre las enseñanzas de Proust y cómo aplicarlas en nuestra vida cotidiana.

¿De qué trata?

De muchas cosas…

Primero que nada, nos habla sobre esa maravillosa obsesión que tenía Proust por todos los detalles por mínimos que fueran. Poner atención en los detalles hace las cosas más interesantes. Por eso en sus libros nos cuenta absolutamente TODO:

«Proust está blanco como el papel, desaseado, tiene el rostro huidizo. Me hace preguntas. Que si le cuento por favor cómo funcionan las comisiones. ‘Bueno – le digo –, por lo general nos reunimos a las diez, y hay secretarias tras nosotros… ‘Mais non, mais non, vous allez trop vite. Recommencez. Vous prenez la voiture de la Délegation. Vois descendez au Quai d’Orsay. Vous montrez l’escalier. Vous entrez dans la Salle. Et alors? Précisez, mon cher, précisez’. Así pues, se lo cuento todo. La falsa cordialidad del encuentro; los apretones de manos; los mapas; el rumor de papeles; el té en la sala contigua; los mostachones. Me atiende embelesado, interrumpiéndome a cada momento: ‘Mais précisez, mon cher monsieur; n’allez pas trop vite’.

«Ése podría ser un lema proustiano: N’allez pas trop vite. Y una de las ventajas de no ir demasiado deprisa es que el mundo tiene la posibilidad de tornarse más interesante entretanto.»

«Él llevó una vida marcada por espantosos sufrimientos físicos y psíquicos. Aun cuando es muy comprensible que una persona tenga ciertas ganas de desarrollar un enfoque proustiano de la vida, nadie en su sano juicio tendría jamás el menor interés por llevar una vida como la de Proust.»

«Su vida, sin duda, fue un juicio sumarísimo. Los problemas psicológicos suman un catálogo exhaustivo.»

Sobre el problema de su madre posesiva:

«Proust nació y creció en las garras de un espécimen extremo, rayando en lo temerario, de esta clase de madre.»

“Para ella, yo siempre fui un niño de cuatro años”, dijo Marcel de Madame Proust, muchas veces la llamaba ‘Maman’ o, más habitualmente, ‘chère petite Maman’. Nunca decía ‘ma mère’ ni ‘mon père’; siempre se refería a ellos diciendo ‘Papa’ y ‘Maman’ con el mismo tono que emplearía un niño pequeño y especialmente emotivo.»

«Madame Proust amaba a su hijo con una intensidad tal que habría dado vergüenza incluso al más ardiente de los amantes y ese afecto creó, o cuando menos agravó de forma sumamente drástica, la especial disposición al desamparo que tenía su primogénito. A juicio de la madre, el hijo era incapaz de hacer nada a menos que contara con su ayuda. Vivieron juntos desde el nacimiento de Marcel hasta la muerte de ella, acaecida cuando él contaba con treinta y cuatro años de edad. Aun así, la gran preocupación de la buena mujer fue que Marcel lograra sobrevivir en el mundo después de que ella lo hubiese dejado.»

«Aunque bienintencionadas, las cuitas y desvelos de madame Proust por su hijo nunca estuvieron lejos de ser una continua intervención de corte autoritario. A sus veinticuatro años de edad, en una de las contadas ocasiones en que estuvieron separados, Marcel le escribió para comunicarle que dormía bastante bien (la cantidad de sus horas de sueño, sus deposiciones y su apetito fueron motivo de constante preocupación en la correspondencia que mantuvieron). Sin embargo, Maman se quejó porque él no se mostraba suficientemente preciso: “Querido mío, eso de que “dormiste tantas horas o cuantas horas” sigue sin decirme nada; mejor dicho, no me dice nada que de veras importe. Vuelvo a preguntártelo una vez más:

“¿Te acostaste a las…?

“¿Te levantaste a las…?”

«A Marcel por lo común le alegraba plegarse y cumplir el dominante deseo de su madre por conocer toda clase de datos corporales (sin duda, ella y Sainte-Beuve habrían tenido mucho de qué hablar). De vez en cuando, Marcel ofrecía espontáneamente algún apunte de esta índole para consideración de toda la familia: “Pregúntale a Papa qué quiere decir si se tiene una sensación de ardor en el momento de orinar, una sensación que te obliga a contener la orina, para orinar después y volver a interrumpir el flujo de la orina, y así hasta cinco o seis veces en un cuarto de hora. Como últimamente he bebido océanos de cerveza, tal vez se deba a eso.” Así vacilaba en una carta a su madre. Por entonces, Maman tenía cincuenta y tres años; Papa, sesenta y ocho; Marcel treinta y uno.»

«Al responder a un cuestionario en el que se interrogaba a Proust acerca de ‘Cuál es su noción de la infelicidad’, contestó: ‘Estar separado de Maman’. De noche, cuando no concilia el sueño y su madre estaba en su alcoba, él escribía notas que le dejaba delante de la puerta para que las viera por la mañana. ‘Mi querida mamaíta – he aquí un ejemplo característico –, te escribo una nota ahora que me resulta imposible dormir, para decirte que pienso en ti’.”

«A pesar de esta clase de correspondencia, tras ella subyacían las tensiones que era de esperar. Marcel tenía la impresión de que su madre prefería que estuviese enfermo y dependiera de ella, en lugar de sano y de que orinase sin contratiempos.»

Proust y el asma (pues sí…. con una madre como la que tuvo, el asma fue una consecuencia lógica e inevitable):

«Los ataques comienzan cuando tiene diez años y continúan produciéndose durante toda su vida. Son particularmente graves; suelen durar más de una hora y se producen con una frecuencia de hasta diez veces al día. Como por la noche remiten en parte, Proust adopta una rutina nocturna. Se acuesta a las siete de la mañana y se levanta a las cuatro o las cinco de la tarde. Le  resulta imposible salir de casa, sobre todo en verano, y cuando no le queda más remedio, sólo se aventura dentro de un coche de punto cerrado por completo. Las ventanas y las cortinas de un piso permanecen siempre cerradas, nuca ve el sol, no respira aire puro, no hace el menor ejercicio físico.»

«Aunque el embotellamiento sensorial a menudo es algo que se acoge de buena gana, sobre todo cuando se está realizando una operación quirúrgica en pleno bombardeo, en la Primera Guerra Mundial, vale la pena señalar que sentir las cosas (que por lo común significa sentirlas dolorosamente) es un concepto que a ciertos niveles se relaciona con la adquisición del conocimiento. Un esguince de tobillo nos enseña rápidamente una lección importante sobre la distribución del peso corporal; el hipo nos obliga a notar ciertos aspectos desconocidos del sistema respiratorio y a adaptarnos a ellos; que un amante nos deje plantados es una introducción perfecta a los mecanismos de la dependencia emocional.»

Pero para Proust, todo es un aprendizaje:

«De hecho, en opinión de Proust, no llegamos a aprender nada a menos que exista un problema, que experimentemos un sufrimiento o que algo se desvíe del curso esperado:

Un poco de insomnio no carece de valor a la hora de hacernos apreciar el sueño.

Aunque es evidente que podemos utilizar la mente sin padecer dolor, la sugerencia de Proust es que adquirimos un talante propiamente inquisitivo sólo cuando nos aqueja una aflicción. Sufrimos, luego pensamos, y lo hacemos de este modo porque pensar nos ayuda a poner el dolor en su debido contexto, a comprender sus orígenes, a calibrar sus dimensiones y a reconciliarnos con su presencia.»

Proust, veterano de la tristeza:

“La felicidad es buena para el cuerpo – nos dice Proust –, pero es la tristeza la que desarrolla toda la fuerza de la mente”.

«Quizá sea muy normal que sigamos siendo ignorantes cuando todo va de maravilla. Mientras un automóvil funcione de la forma debida, ¿qué incentivo existe para aprender la complejidad de sus mecanismos internos? Cuando un ser amado nos jura lealtad, ¿por qué meditar sobre la dinámica de la traición humana? ¿Qué motivo podríamos tener para investigar las humillaciones de la vida social cuando todo el mundo nos respeta? Sólo cuando nos vemos arrojados a la tristeza tenemos, en efecto, el incentivo proustiano para afrontar las verdades más difíciles, a la vez que gimoteamos bajo las sábanas y las mantas, como las ramas mecidas por el viento de otoño.»

La enfermedad, los médicos, el dolor:

«De acuerdo con la teoría proustiana del conocimiento, los médicos se encuentran en una ingrata posición, ya que son personas que afirman conocer el funcionamiento del cuerpo aun cuando tales conocimientos no surjan de ningún dolor que hayan padecido en sus propias carnes. Se han limitado, sencillamente, a asistir durante años a una facultad de medicina.»

Todo el arte de vivir consiste en aprovechar tanto a los individuos a través de los cuales sufrimos:

«¿La lección de todo ello? Responder al comportamiento inesperado e hiriente de los demás con algo más que el simple gesto de limpiarse las lentes, ver en ese comportamiento una ocasión única para ampliar nuestro conocimiento, si bien, tal como Proust nos advierte, “cuando descubrimos la verdadera vida de otras personas, el mundo de las apariencias, nos llevamos tantas sorpresas como al visitar una casa de sencilla fachada, cuyo interior está repleto de tesoros ocultos, de cámaras de tortura o de esqueletos”.

«Tras haber adquirido una destreza considerable en la tarea de convertir la tristeza en ideas, y a pesar del estado de su vida romántica.»

«¿Moraleja? Reconocer que nuestra mejor oportunidad de estar contentos radica en tomar como viene la sabiduría que simbólicamente se nos ofrece a través de la tos, las alergias, los constipados, las meteduras de pata en sociedad y las traiciones emocionales, y evitar la ingratitud de aquellos que echan la culpa a los guisantes, a las personas supuestamente aburridas, al tiempo y a la climatología.»

Proust no hablaba únicamente de sí mismo y sabía escuchar (cabe señalar que era muy curioso):

“Sabía escuchar como nadie. Incluso en su círculo más íntimo, su constante preocupación por ser modesto y cortés le impedía ponerse en primer lugar, por encima de otros temas de conversación, que encontraba en los pensamientos de los demás. A veces hablaba de deportes y de automóviles, y mostraba un deseo conmovedor por estar bien informado. Se interesaba por su interlocutor en lugar de empeñarse en que éste se interesara por él”.

La amistad para Proust:

«Su capacidad de penetración psicológica, tan extremada que incluso había dejado sin trabajo a una quiromántica, podía concentrarse por completo en identificar la palabra adecuada, la sonrisa o las flores necesarias para conquistar a los demás. Y funcionaba. Era excelente en el arte de hacer amigos; llegó a tener un número prodigioso de ellos, todos disfrutaban de su compañía, eran devotos de su persona y después de su muerte escribieron no pocos libros laudatorios, con títulos tales como Mi amigo Marcel Proust (volumen escrito por Maurice Duplay), Mi amistad con Marcel Proust (de Fernand Gregh) y Cartas a un amigo (de Marie Nordlinger).»

«Proust a menudo puntuaba sus intervenciones con un ‘tal vez’, un ‘quizá’ o un ‘¿no cree usted?’.»

«Por encantadores que fueran los modales de Proust, con un punto de desdén podrían haber sido calificados de excesivamente corteses, y tanto es así que el más cínico de sus amigos inventó un término burlesco para describir las peculiaridades  de sus hábitos sociales. Como relata Fernand Gregh: “Entre nosotros creamos el verbo ‘proustificar’ para expresar una actitud un tanto demasiado consciente de la propia genialidad, junto con aquello que vulgarmente habría pasado por ser un cúmulo de afectaciones tan inagotables como deliciosas”.»

“Marcel tenía un apasionado interés por sus amigos. Nunca he visto menos egoísmo, menos egotismo […]. Deseaba entretener a los demás. El que los demás riesen era motivo de felicidad para él”.

Proust nos enseña que hay que apreciar las cosas, hasta el más mínimo detalle, y a darles su valor correcto:

«Estaba a sólo un paso de afirmar que absolutamente todo, hasta el último limón de la tierra, tenía su hermosura, amén de sugerir que no existían razones de peso para envidiar cualquier condición que no fuese la nuestra, que una choza era tan acogedora y tan grata como una casa de campo y que una esmeralda no tenía por qué ser mejor que un plato desportillado.

De todos modos, en lugar de apremiarnos a otorgar el mismo valor a todas las cosas, Proust podría habernos incitado – de forma mucho más interesante – a adscribirles su valor correcto y a revisar, por tanto, ciertos conceptos propios de la buena vida que se arriesgaban a inspirar una injusta negligencia de algunos decorados y un entusiasmo desencaminado por otros.»

La belleza para Proust:

«¿Por qué habrían carecido anteriormente de tal relación? ¿Por qué no iban a apreciar su vajilla y su cubertería, su fruta encima de la mesa? A un cierto nivel, tales interrogantes suenan superfluos; lisa y llanamente, parece natural que unas cosas nos sorprendan por su belleza y otras nos dejen fríos, pues no hay una meditación consistente detrás de nuestra elección a la hora de decidir qué cosas nos atraen por su aspecto, y sencillamente sabemos que nos conmueven los palacios, no las cocinas, la porcelana, no la loza, las guayabas, no las manzanas.

Sin embargo, la inmediatez con que surgen los juicios estéticos no debería hacernos caer en el error de asumir que sus orígenes son íntegramente naturales, o sus veredictos inalterables. Al decir que los grandes pintores son aquellos que nos abren los ojos, Proust daba a entender, que nuestro concepto de la belleza no es fijo, y que de hecho es susceptible de ser sensibilizado por pintores que, por medio de sus lienzos, pueden educarnos en la apreciación de ciertas cualidades estéticas hasta ese momento desechadas. Si el joven insatisfecho no había tenido en consideración la vajilla y la cubetería familiares, ni la fruta sobre la mesa, ello se debía en parte a cierta falta de familiaridad con las imágenes que le hubiesen mostrado la clave de sus atractivos.

Los grandes pintores poseen el poder de abrirnos los ojos debido a la insólita receptividad de los suyos ante ciertos aspectos de la experiencia visual, como, por ejemplo, los efectos de la luz sobre la superficie de una cuchara, la fibrosa suavidad de un mantel, la piel aterciopelada de una pera o los tonos sonrosados de la tez de un anciano. Podríamos hacer la caricatura de la historia del arte si hablásemos de una sucesión de genios empeñados en señalar distintos elementos dignos de nuestra consideración, una serie de pintores que utilizaron su inmensa maestría técnica para decir lo que en el fondo equivale a ‘¿no son bellas esas callejuelas de Delft?’, o ‘¿no está bonito el Sena en las afueras de París?’. ‘No mires únicamente el paisaje de los alrededores de Roma, la nobleza de Venecia, la expresión de orgullo que ostenta Carlos I en su retrato ecuestre; mira también el cuenco que hay encima del aparador, los pescados en la cocina de tu casa, las hogazas de pan crujiente recién traídas del mercado.»

«La felicidad que puede surgir al mirar por segunda vez lo que ya hemos visto es capital en la concepción terapéutica de Proust, pues revela el extremo hasta el cual nuestra insatisfacción tal vez no sea más que el resultado de una incapacidad de mirar la vida como es debido, y no tanto de alguna deficiencia inherente a ésta. Apreciar la belleza de las crujientes hogazas de pan no excluye nuestro interés por un castillo, pero quien no consiga apreciarla deberá poner en tela de juicio su capacidad global de apreciación.»

“… en el mismo instante en que aquel sorbo, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos, su brevedad en ilusoria […]. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”.

«P:         En tal caso, ¿deberíamos pasar más tiempo encerrados en un arca?

R:         Eso nos ayudaría a prestar una mayor atención a las cosas, en particular a los amantes. La carencia nos embarca rápidamente en un proceso de apreciación, lo que no equivale a decir que para apreciar algo de modo correcto debamos estar privados de ello, sino que más bien hemos de aprender una lección de lo que hacemos de forma natural cuando carecemos de algo, y aplicarla a aquellas condiciones en que no se deja sentir esa carencia.»

Proust seductor (ahora entiendo por qué no le fue muy bien que digamos en estos terrenos…):

«No cabe duda de que todo el encanto de una persona es menos causante del amor que un comentario como éste: “No, esa noche no estaré libré”.

Si esta respuesta resulta embrujadora, se debe a la conexión que en el caso existe entre la apreciación y la ausencia. Si bien una persona puede estar colmada de atributos, se requiere un incentivo para asegurar que un seductor se concentre de todo corazón en ellos, y este incentivo encuentra su forma perfecta en el rechazo de una invitación a cenar, lo que en el terreno de las citas equivale a un crucero de cuarenta días.»

«P:         ¿Hay algún secreto que garantice una relación de pareja duradera?

R:         La infidelidad. No de hecho, sino la amenaza de que se convierta en realidad. Para Proust, una inyección de celos es lo único que puede rescatar del desastre una relación arruinada por la costrumbre. He aquí un breve consejo para cualquiera que haya dado el paso fatal de la cohabitación: Cuando uno se va a vivir con una mujer, muy pronto deja de ver todo aquello que lo llevó a amarla, si bien es cierto que los dos elementos rotos pueden coaligarse de nuevo mediante los celos.»

Proust sobre las posesiones:

«Albertine, por su parte, apenas puede comprarse nada, y ha de pensárselo muy bien antes de decidirse por tal o cual prenda. Dedica horas a estudiar la ropa, sueña con un abrigo en particular, con un sombrero o un vestido concretos. El resultado es que si bien Albertine tiene muchas menos prendas que la duquesa, su conocimiento, su apreciación de esas prendas, así como su amor hacia ellas, es mucho mayor.»

«Esto subraya hasta qué grado la posesión física no es más que uno de los componentes de la apreciación. Si los ricos tienen la inmensa fortuna de poder viajar a Dresde en cuanto surge el deseo de hacerlo, o bien pueden comprarse un vestido en cuanto lo ven en un catálogo, están malditos por la rapidez con que su riqueza les garantiza el cumplimiento de sus deseos. Por consiguiente, no tiene ocasión de sufrir en el intervalo que media entre el deseo y su gratificación, tal como ocurre a los menos privilegiados, circunstancia que, aun cuando parece ingrata, posee el valor incalculable de permitir a las personas que conozcan y se enamoren profundamente de los cuadros que hay en Dresde, de los sombreros, los  vestidos y de esas otras personas que esta noche no están libres.»

«En 1899 a Proust le iban bastante mal las cosas. Tenía veintiocho años, no había hecho nada de provecho en la vida, seguía viviendo en casa de sus padres, jamás había ganado ningún dinero, siempre estaba enfermo y, para colmo, llevaba cuatro años intentando escribir una novela que, de momento, había dado contadísimas muestras de estar encarrilada. En el otoño de aquel año fue a pasar unas cortas vacaciones al balneario de Évian, en los Alpes franceses, donde leyó las obras de John Ruskin y se enamoró de ellas. Ruskin era un crítico de arte, inglés para más señas, famoso por sus escritos sobre Venecia, Turner, el Renacimiento italiano, la arquitectura gótica y los paisajes alpinos.»

Lo mejor del libro en mi opinión, está en la postura estética de Proust, que es ante todo una verdadera actitud ante la vida:

«En cambio, la esencia de la postura estética de Proust estaba contenida en la afirmación engañosamente simple, y sin embargo trascendental, de que “la belleza de un cuadro no depende de las cosas que contenga.”

Citas:

  • La amistad al final no es más que “… una falacia que pretende hacernos creer que no estamos irremisiblemente solos.”
  • «El arte de la conversación exigía abdicar de uno mismo en aras del placer del otro.»

Curiosidades:

La contraportada del libro logra resumir muy bien la personalidad de Marcel:

«Proust supo que un amante nunca debe dar garantías y que los celos constituyen el mejor recurso para preservar el amor. También descubrió que el corazón es voluble y que lo importante en los sentimientos es no mezclar ni confundir el afecto con la verdad. Quizá por eso brilló tanto en sociedad y tuvo tantos amigos”.

Alain de Botton, estudiando su vida y su obra con tanto desenfado como conocimiento, ha logrado escribir un auténtico vademecum que circula por toda Europa entre quienes están dispuestos a revisar y a seguir sus sabios consejos sobre la complejidad de los sentimientos.»

Veredicto:

Aunque no hay nada como ir directo a la fuente -hay que leer a Proust, más que leer libros sobre Proust-, este libro es una lectura rica y muy entretenida.