Afinidad (1999)

«Somos las dos mitades cortadas de la misma pieza de materia reluciente.»

 

 

¿Qué contiene?

Una novela inclasificable. ¿Es de horror? ¿Es romántica? ¿Es de misterio? ¿Es psicológica? ¿Es novela negra? ¿Es erótica? Léela y decide.

¿De qué trata?

La acción tiene lugar en la Inglaterra Victoriana de 1873. El lugar: la cárcel de Millbank.

La distribución de la cárcel es tan singular que es muy fácil perderse. Las celdas son un geométrico laberinto lleno de asesinas, prostitutas y ladronas.

Margaret Prior, nuestra protagonista, soltera, quien tras la muerte de su padre intenta suicidarse, vive con su madre en una relación asfixiante así que como evasión, se dedica a obras de caridad. Es así como llega a la prisión, como un intento de ayudar a las internas.

«La cárcel, el dibujo de su perímetro, tiene un encanto curioso, pues los pentágonos parecen pétalos de una flor geométrica o, como he pensado alguna vez, son como las casillas coloreadas de las pizarras donde pintábamos de niños. Observada de cerca, desde luego, Millbank no es bonita. Es una mole enorme, y sus líneas y ángulos, que se concretan en muros y torres de ladrillo amarillo y ventanas de postigos, sólo parecen erróneos o malignos. Es como si la cárcel hubiera sido diseñada por un hombre en una pesadilla o en un acceso de locura, o como si hubiera sido construida expresamente para volver locos a los presos.» 

«La cárcel, en consecuencia, parece atrapada en el centro de una tormenta privada y perpetua, que me ha dejado un zumbido en los oídos.»

«La Torre se alza en el centro de los patios hexagonales y desde su altura se dominan todos los muros y las ventanas con barrotes que componen la fachada interior del pabellón de mujeres.»

En la prisión todas las mujeres visten túnicas marrones, gorros blancos y pañuelos azul claro atados al cuello. Las presas tienen que guardar silencio en todos los sitios de la prisión. Tienen prohibido hablar, silbar, cantar, tararear, o hacer toda clase de ruido voluntario, excepto con el permiso expreso de una celadora.

La autora maneja continuamente la idea del laberinto de celdas como un elemento erótico y como el infierno de Dante:

«… descubrí también que me mareaba la geometría del lugar. En efecto, los pabellones siguen el trazado de los muros exteriores del pentágono y tienen una distribución extraña: cada vez que llegábamos al final de un pasillo blanco y monótono, empezaba otro exactamente igual, sólo que formando un ángulo anormal. Donde convergen dos pasillos hay una escalera de caracol. En la Intersección de los pabellones hay una torre donde la celadora de cada piso tiene un pequeño aposento propio.»

Margaret piensa que las presas parecen fantasmas. Es como cuando a través de los sótanos de las casas de la ciudad se oye a veces pasar a legiones de soldados romanos.

Las reclusas se cambian una vez al mes el vestido. Las enaguas, la ropa interior y las medias se las mudaban una vez cada quince días.El baño era no más de dos veces al mes.

En el piso de arriba están los pabellones D y E. Ahí recluían a las mujeres con delitos penales, las problemáticas o incorregibles. En esos pabellones todas las puertas están cerradas con llave. Los pasillos, en consecuencia, son bastante más oscuros que los de abajo, y el aire está más enrarecido.

Cada celda tiene una mirilla vertical que una celadora puede abrir cuando quiera para observar a la prisionera (Hay celadoras a las que les parece terapéutico ver a las presas, como mirar a un pez en una pecera). Es en esa área que Margaret se fija en una celda en particular, porque de dentro parecía emanar una quietud maravillosa, un silencio profundo. Se da cuenta de que de repente ese silencio se quiebra con un suspiro, un único suspiro; le pareció un suspiro perfecto, como el de un cuento; y como el suspiro concordaba también con su estado de ánimo, obró en ella un efecto bastante extraño. Margaret se aproxima a la mirilla de inspección y vio entonces por primera vez Selina Dawes.

Margaret contiene la respiración por miedo a sobresaltarla.

«Estaba sentada en la silla de madera, pero había echado hacia atrás la cabeza y tenía los ojos completamente cerrados. Había dejado la costura en el regazo y tenía las manos unidas, ligeramente entrelazadas; el cristal amarillo de la ventana resplandecía de sol y ella había dirigido la cara hacia el calor que irradiaba. En la manga de su vestido color barro tenía cosido el emblema de su clase carcelaria: una estrella, una estrella de fieltro, cortada al bies y torcida, pero realzada por la luz del sol. El pelo que asomaba por los bordes de su gorro era rubio; el arco de las cejas, de los labios y las pestañas destacaba contra la palidez de sus mejillas. Tuve la certeza de que aquella chica se parecía a un santo o un ángel que yo había visto en un cuadro de Crivelli. La observé durante un minuto, quizá, y en todo ese lapso ella mantuvo los ojos cerrados y la cabeza completamente inmóvil. Había algo tan devoto en su postura inerte que al final pensé: ¡está rezando! y me dispuse a apartar la mirada, asaltada por una súbita vergüenza. Pero entonces ella se movió. Separó las manos y las alzó hasta la mejilla, y capté un destello de color contra el tono rosado de sus palmas encallecidas por el trabajo. Tenía una flor en ellas, entre los dedos: una violeta con el tallo caído. Mientras yo la observaba, se llevó la flor a los labios, sopló encima y la púrpura de los pétalos se estremeció y pareció que brillaba… Cuando ella hizo esto, yo cobré consciencia de la oscuridad del mundo que la rodeaba: de los pabellones, las mujeres encerradas, las celadoras, incluso yo misma. Era como si a todas nosotras nos hubiesen pintado con los pobres colores acuosos de un mismo estuche de acuarelas, y como si en el lienzo se hubiese deslizado por error una sola mancha luminosa. Pero lo que me intrigó no fue que una violeta hubiera llegado a aquellas pálidas manos en aquel recinto lúgubre. Sólo pensé, de repente horrorizada, en qué delito habría cometido ella. Me acordé de la tablilla que colgaba al lado de mi cabeza. Cerré la mirilla, sin hacer ningún ruido, y leí la inscripción. Informaba de su número de prisionera, de la clase a la que pertenecía y, debajo, de su delito: fraude y agresión. Había ingresado allí once meses antes. Sería excarcelada cuatro años más tarde. Lo único que preocupaba en ese momento era que las celadoras no le descubrieran la flor a esa chica.»

Le intriga cómo consiguió esa chica la flor. Ahí no había manera de que crecieran ni margaritas ni violetas ni nada.

Margaret empieza a pensar que sus rondas por la cárcel no eran tan sinuosas como creía. De hecho se da cuenta de que el recinto tiene menos vericuetos que sus propios pensamientos retorcidos. Cada vez que cierra los ojos piensa en la prisión, en cómo dormirán allí las presas y piensa en ellas, sobre todo en la chica con la violeta, tan guapa de cara. ¿Cómo se llamará?

El ambiente de la prisión opera un cambio en Margaret, desde tomar un té porque tiene sed a tomar un libro o un chal porque está ociosa o tiene frío. Desde recitar en voz alta unos versos por el mero placer de oír el sonido de palabras hermosas. Al hacer esas cosas que ha hecho miles de veces se acuerda de las presas, que tal vez no hagan ninguna de ellas.

Margaret padece de depresión desde la muerte de su padre y está con tratamiento de láudano.

«No hay mejor tónico para un ánimo decaído que las obras de caridad.»

Poco a poco investiga a Selina. Le dicen que es un bicho raro. Se guarda para ella sola las miradas y los pensamientos. Es la reclusa más llevadera de la cárcel. No ha causado el más mínimo problema desde que la trajeron. Otras reclusas sí se quejan de que se oyen gritos fantasmales o ruidos raros en la celda de Selina. Se entera de que Selina está ahí porque es una médium espiritista acusada de estafa, y de atacar a una jovencita en una de sus sesiones. Selina, enigmática, de etérea belleza, insiste en su inocencia, y sostiene que fue el robusto espíritu de Peter Quick, el autor de la agresión.

Margaret se decide a visitar a Selina.

«El sol brillaba más intensamente cuando he entrado en la celda, y después de la penumbra monótona del pasillo sus muros encalados me han deslumbrado y me he puesto los dedos en la frente, pestañeando. He tardado un momento en comprender que Dawes no se levantaba a hacerme una reverencia, como todas las demás reclusas; ni tampoco ha interrumpido sus labores ni ha sonreído o hablado. Se ha limitado a levantar los ojos y mirarme con una especie de curiosidad paciente, mientras sus dedos seguían tirando lentamente de la bola de lana, como si la áspera madeja fuese un rosario del que estuviese pasando las cuentas.
Cuando la señorita Craven ha cerrado la puerta y se ha alejado, digo:
 – Se llama usted Dawes, creo. ¿Cómo está, Dawes?
No me ha respondido; sólo me ha mirado. Sus facciones no son tan regulares como las juzgué la semana pasada, sino una pizca asimétricas, porque tiene ligeramente torcidas las cejas y los labios. Te fijas en las caras de las presas por lo feos y similares que son sus uniformes, y por los gorros tan ceñidos que llevan. Te fijas en la cara y en las manos. Las de Dawes son esbeltas, pero ásperas y rojas. Tiene las uñas partidas y con manchas blancas.
Seguía sin decir nada. Estaba tan inmóvil y con una mirada tan imperturbable que me he preguntado por un momento si, después de todo, no sería una simplona, o si sería muda. Le he dicho que esperaba que quisiera hablar conmigo un rato; que había ido al Millbank para hacerme amiga de todas las reclusas…»

«Digo:
– le gusta que le de el sol…
 – Puedo trabajar-me responde velozmente- y también tomar el sol, ¿no? ¿puedo tomar mi rayito de sol? ¡Dios sabe que aquí hay tan poco!
 Hay en su voz una pasión que me hace parpadear y luego vacilar.»

Margaret mira cómo el sol ilumina a Selina sentada, mientras la celda se vuelve más gris y más fría. Selina lleva ahí más de un año.

«A Dawes le asomaban por la nuca unos rizos rubios y apagados. La veta de sol resplandece de nuevo, aunque prosigue su lento e implacable camino, como un cobertor que se resbala de un durmiente agitado y que tiene frío.»

Margaret comienza a frecuentar la celda de Selina y a hablar con ella. Piensa que si de repente fuera tierna con ella, Selina lloraría y eso la conmueve. Selina se muestra al principio reticente a hablar con ella, así que Margaret acepta contarle sobre ella. Le dice que es soltera, que duerme mal y que pasa muchas horas leyendo, escribiendo o asomada a la ventana contemplando el río. Así, poco a poco va captando su atención. Selina le dice que no necesita que ella la consuele porque tiene muchos amigos que la consuelan siempre que lo pide. Margaret está intrigada: ¿cómo es posible que tenga amigos ahí? y no pierde de vista que Selina es médium…

Selina le cuenta que sus amigos son espíritus que la visitan y le llevan regalos, como flores, a veces rosas a veces violetas…

Se va dando cuenta de que las reclusas más problemáticas son las que mejor responden al interés que muestran por ellas las visitadoras. Porque las internas más difíciles eran con frecuencia las más sensibles. De hecho en cierta ocasión en que se despide de Dawes, ésta le confiesa que las presas no duermen bien y le pide que piense en ellas cuando ella tampoco pueda dormir.

Poco a poco se va generando cierta complicidad entre ambas.

«Advierto que los demás, que no me conocen, ahora me llaman señora, en vez de señorita. En dos años, la joven que yo era se ha convertido en una solterona.»

Selina es tan joven e impotente, tan triste y tan desnutrida, que le da pena, porque además es casi la única reclusa que nunca recibe cartas. Antes de entrar a su celda suele contemplarla unos segundos a través de los barrotes, saber que no tiene a nadie parece espesar el silencio y la soledad en que se encuentra, ahí sentada en su silla. Dawes se guarda sus secretos y es tan guapa que ninguna presa ha buscado ser su amiga. Al mirarla, Margaret siente arranques de compasión y piensa que Selina es como ella. Selina se va abriendo poco a poco y le cuenta que está ahí por una tonta que vio un espíritu y se asustó, y una señora que se asustó por culpa de ella y que se murió. A ella la acusaron de todo eso.

Poco a poco se va convenciendo de la existencia de los espíritus de Dawes.

«Hay algo especial en ella, algo que noté antes de hoy: una manera particular de cambiar de ánimo, de tono, de postura. Lo hace de una forma muy discreta; no como una actriz, con un ademán que debe perderse en un teatro a oscuras y atestado, sino como una pieza musical sosegada, cuando decae o asciende hacia un registro ligeramente distinto.»

Margaret siempre lleva colgado al cuello un guardapelo de oro con un mechón de la que fuera su amada: Helen.

Selina le dice:

«Cuando usted vino a verme, señorita Prior, sentí su… tristeza. La sentí como una oscuridad, aquí. O, ¡que dolorosa es! Al principio pensé que la había vaciado, que usted estaba hueca, hueca como un huevo vacío. Usted está llena, pero cerrada a cal y canto, y atajada como una caja. ¿Qué tiene aquí que quiere mantener cerrado a toda costa? -Se da una palmada en el pecho. Después levanta la otra mano y me toca, levemente, en el mismo punto donde se ha tocado ella…

Doy un respingo, como si ella tuviera los dedos cargados de corriente. Se le agrandan los ojos y sonríe. Ha encontrado-por pura casualidad, por la más pura y extraña casualidad, debajo de mi vestido ha encontrado el guardapelo, y empieza a recorrer su contorno con las yemas de los dedos. Noto que la cadena se tensa. El gesto ha sido tan próximo e insinuante que cuando escribo esto tengo la impresión de que ha debido de seguir la línea de lazos hasta mi garganta, curvado los dedos debajo de mi collar y soltado el guardapelo; pero no lo ha hecho, su mano ha permanecido posada en mi pecho, apretando con delicadeza. Se ha quedado inmóvil, con la cabeza un poco ladeada, como si estuviera escuchando los latidos de mi corazón.»

Cierto día, su guardapelo con el mechón de Helen (quien es además, la prometido del hermano de Margaret) desaparece.

El tiempo pasa y Margaret se resiste a pensar que Selina sea tan violenta. Siente una gran afinidad con ella, ambas prisioneras en diferentes celdas.

En cierta ocasión en que Margaret visita a Selina, ésta le ve un diario a Margaret y le pide que le deje escribir algo. Sus cabezas están casi tocándose. Selina escribe su nombre y el de Margaret y los dice en voz alta. Y antes de que se vaya Margaret, le escribe rápidamente en el diario que sabe que perdió su guardapelo porque los espíritus se lo han dicho.

«Selina está tan alejada de las normas y costumbres ordinarias que es como si viviera, fría y grácil, en la superficie de la luna.»

Conforme el tiempo pasa Margaret prefiere pasar más tiempo con Selina, en vez de frecuentar a la gente de su vida como su madre o a Helen haciendo los preparativos de su boda con su hermano. Cada vez se siente más a gusto con las presas y con Selina.

Nuevamente, los guantes son un elemento erótico en la obra de Waters:

«Expele aire y cierra los ojos.Y mientras los tiene cerrados me acerco a ella por fin y le tomo las manos, con intención de calmarla por medio de un gesto corriente. Creo que ella se serena. Abre los ojos, sus dedos se mueven dentro de los míos, y noto que desfallezco al sentirlos tan rígidos y fríos. No pienso para nada en lo que debo o no debo hacer. Me quito los guantes, se los pongo a ella y vuelvo a tomarle las manos. ‘No debería’, dice ella. Pero no retira las manos, y al cabo de un momento noto que flexiona un poco los dedos, como paladeando la sensación desconocida de los guantes contra la palma. Estamos así un minuto, quizá.»

El título de la novela es muy certero. Como lecto, ¿cómo no sentir verdadera y profunda afinidad con Margaret?:

«Tengo 29 años. Dentro de tres meses cumpliré 30. A medida que mamá se vaya haciendo cada vez más encorvada y quejosa, ¿en que me convertiré yo? Me volveré seca, pálida y más delgada que el papel: como una hoja, prensada entre las páginas de un tedioso libro negro, y después olvidada.»

En una plática con Helen, ésta le confiesa que no es valiente como para continuar con lo que ellas tenían:

«Miro la cama. A veces me ha parecido ver nuestros besos en ella, los he visto colgando de las cortinas, como murciélagos a punto de lanzarse en picado. Pienso que ahora, si zarandease el poste, simplemente caerían, se harían pedazos, se volverían polvo.»

La hermana de Margaret se casa. Margaret siente que su hermana sí ha evolucionado y que ha avanzado en la vida, como uno más de los espíritus de Selina. Ella en cambio, siente que no ha evolucionado nada de nada.
Margaret le cuenta todas estas cosas a Selina. Se abre.

«Está cerca de mí y hace frío en la celda. Noto el calor, la vida de Selina.»

Selina la consuela. El matrimonio de su hermana no es evolucionar. Eso es lo que hace todo el mundo. Sólo ha avanzado hacia lo de siempre. ¿Es inteligente eso?

«Ahora me sorprende que hayamos tenido una conversación tan extraordinaria encerradas en la celda y con la señora Jelf patrullando cerca, y a nuestro alrededor las toses y los gruñidos y los suspiros de 300 mujeres, y el chasquido de cerrojos y llaves. Pero no he pensado en eso cuando tenía los ojos verdes de Selina clavados en mí. Me he limitado a mirarla y a oír su voz, y cuando por fin he hablado, ha sido para decirle: -¿Cómo saber una persona, Selina, que se encuentra cerca el alma que tiene afinidad con ella?
 – Lo sabrá -le responde-. ¿Busca acaso el aire antes de respirarlo? Ese amor será guiado hasta ella, y cuando llegue lo sabrá. Y hará cuanto esté en su mano por conservar ese amor. Porque perderlo será como la muerte.»

«Tiene el perfil de la cara vuelto hacia la ventana, la luz que lo ilumina torna muy hermosas sus facciones acusadas y asimétricas. Recuerdo la sensación que me produjo al principio estudiar el rostro de Selina, y que me había recordado a la Veritas de Crivelli.»

Las autoridades de la cárcel comienzan a pensar que la amistad entre ambas es contraria al reglamento.

Selina le manda flores a Margaret a través de los espíritus y cada vez que la llave cierra la celda de Selina, Margaret desea que la llave fuese de ella.

Margaret se mete a husmear en la caja de cosas que Selina dejó en custodia cuando entró a la cárcel y trata de robarse su trenza dorada, la trenza que le cortaron para ingresar al recinto:

 «Me veo a mí misma, una soltera pálida, fea, sudorosa y frenética, buscando a tientas en una escalera oscilante de la cárcel las trenzas amarillas y cortadas de una chica guapa…»

Amenazan con trasladar a Selina a otra cárcel así que Selina golpea a una celadora en los ojos. La encierran con un chaleco de fuerza en una celda oscura porque no soporta la idea de que se la lleven de MillBank y la alejen de Margaret.
Selina le manda el mechón de cabello que ella trató de robarse. Todo a través de los espíritus.

La celda adonde llevaron a Selina es tan estrecha que no hay ningún sitio donde Margaret pueda ponerse fuera de su alcance. Selina le dice que los espíritus le han llevado su pelo y sus flores porque ella lo ansiaba.

Selina le propone que la ayude a fugarse de la cárcel y vivir juntas en algún lugar de Italia. Margaret en un principio se opone pero se da cuenta de que en su vida no hay nada que la retenga. Sólo, tal vez, una tarjeta de acceso a la sala de lectura del Museo Británico. En realidad no hay nada en su vida que le impida dejarla atrás.

Y otra vez sentimos, como lectores, una tremenda afinidad con Margaret:

«Y de nuevo me asalta la visión atroz de mi madre que envejece y se vuelve quejumbrosa, y que me regaña cuando le leo con voz demasiado baja o demasiado rápido. Me veo a su lado con un vestido de color barro.» (Color barro… como el de los uniformes de las presas de Millbank…)

Selina le dice que ella es su propia afinidad:

«Somos las dos mitades cortadas de la misma pieza de materia reluciente.»

«Mi espíritu no ama al tuyo: está entrelazado con él. Nuestra piel no ama: es la misma piel, que ansía fundirse.»

El corazón de Margaret late como un dolor, como un martillazo al tiempo que Selina le confiesa que ella no es como Helen, que prefirió a su hermano…

Margaret lo hará, la ayudará, porque la quiere y no puede renunciar a ella.

«Hoy no he cogido de la mano Selina. Ahora no me permite hacerlo, por si una celadora pasa y nos ve. Pero hablamos sentadas muy cerca la una de la otra, y pongo el pie junto al suyo: mi zapato sólido contra la bota aún más recia de la cárcel. Levantamos un poco nuestras faldas, la suya de sarga y la mía de seda; sólo un poco, lo suficiente para que el cuero se bese.»

Selina cree que los ingresos de Margaret no están seguros así que le sugiere sacar todo su dinero del banco y ponerlo a salvo mientras preparan la huida.

Margaret se siente cada vez más libre y dedica mucho tiempo en comprarle ropa a Selina para cuando se escape.

Llega el día de la fuga. Todo está organizado para que Selina escape. Margaret se limitará a esperarla en su habitación hasta el amanecer, momento en el que Selina irá por ella para irse juntas.

… pero Selina se fuga y nunca va por ella.

Veredicto:

Fabuloso. No por nada Sarah Waters es la nueva Charles Dickens.